Soy
aparejador. A pesar de que me jubilé hace dos años, comprenderéis la
importancia que en mi vida han tenido siempre las perspectivas, los volúmenes,
las texturas y los espacios estructurados. Es un mundo fundamentalmente visual,
y que condiciona la percepción del propio yo como un ser que se ubicua en un
universo de diseño espacial, referenciando el autoconcepto de uno mismo a la
posición que ocupa en la imagen que el cerebro recibe del exterior a través de
los ojos. Por eso, la primera vez que me di cuenta de que tenía dificultades de
visión fue contemplando uno de los edificios que había diseñado. De pronto, la
esquina que siempre había considerado como una proa imponente, abriendo los
flancos de la construcción sobre la acera cual un barco rompiendo las aguas, se
convirtió en una línea informe de arrugas y desniveles. Al principio, la
sorpresa atenazó mi garganta, pero confié en que fuera una afección pasajera,
tratable con algún medicamento hasta que la función visual se recuperara del
todo. Por supuesto, acudí a un buen profesional para que diagnosticara el
problema. Reconozco que entré en la consulta esperanzado, y tal vez por eso el
choque contra una realidad cruel se me hizo tan brutal. El veredicto fue
aplastante. La enfermedad había evolucionado rápidamente y aunque se intentaron
algunos tratamientos extraordinarios consistentes en inyectar fármacos en el
interior de los ojos, la condena resultó implacable. Me queda un resto visual
muy pequeño. No estaba ciego, pero no podía leer, no podía fijar mi atención en
los detalles, se me emborronaban las dulces caritas de mis nietos, no podía
captar sus sonrisas ni percibir mi reflejo en sus pupilas brillantes. Todo mi
mundo de edificios y construcciones, toda mi vida de diseño y arquitectura
espacial se había convertido en una masa informe, extravagante y deslustrada
que me provocaba más agobio que encerrarse en una caja mortuoria.
Afortunadamente, mi naturaleza luchadora no permitió que todo mi ser se
desmoronara como consecuencia de semejante pérdida. El centro oftalmológico al
que voy cuenta con un equipo de enfermeras y ópticos especializadas en
problemas de baja visión, y cuya compresión y asesoramiento me ha conducido a
replantear mi existencia desde nuevos puntos de vista. Ahora mi perspectiva no
consta de volúmenes tridimensionales y espacios estructurales, no está cerrado
en un mundo cúbico, sino que flota en un inmenso orbe multidimensional e
infinito, en el que tiene mucha mayor importancia un beso, el olor de una flor,
la caricia de una brisa fresca, el sonido del mar y las vocecitas alegres de
mis nietos que juegan a mi alrededor. He tenido que aprender a vestirme
combinando mi ropa, a comer identificando los bocados, a reconocer a mis amigos
por sus gestos y ademanes, y reaprender multitud de habilidades nuevas que
creía tener asimiladas desde mi más tierna infancia. Todo ello, lejos de
suponer un cúmulo de obstáculos en un camino pedregoso, se han convertido en
una lista de retos que conforme voy superando, hacen que me sienta más y más
grande, más digno de vivir en un mundo de personas plenas de significado
humano, y consciente de no tener todo hecho y todo sabido, sabedor de que la
vida entera aún tiene secretos que me deja descifrar poco a poco incrementando
mi conocimiento y, de paso, acercándome a los demás, entretejiendo con ellos
vínculos de interdependencia que todos los seres que habitamos esta tierra
tenemos que desarrollar.
La importancia de las emociones y sentimientos en las enfermedades constituye una de las claves para que los diferentes tratamientos que se aplican sean efectivos. Comunícanos tus sentimientos relacionados con los problemas de baja visión, si tú los padeces o conoces a alguien que los tiene. Serán publicadas las intervenciones más elocuentes. Envíalas al email del moderador en texto o audio. Gracias por tu contribución.
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